martes, noviembre 08, 2011

Marginalia


1637. Pierre de Fermat escribía en el margen de su copia del Arithmetica de Diofanto:

Es imposible descomponer un cubo en dos cubos, un bicuadrado en dos bicuadrados, y en general, una potencia cualquiera, aparte del cuadrado, en dos potencias del mismo exponente.
He encontrado una demostración realmente admirable, pero el margen del libro es muy pequeño para ponerla.



Fermat se quedó sin papel
Y optó por callarse.
Descubrió una verdad nueva entre los intestinos de un bicuadrado pero no tenía sitio.
Toda una legión de matemáticos intentaría resolver durante siglos aquella diabólica elipsis de información.
Leonard Euler.
Sophie Germain.
Meter Gustav Lejeune.
Adrien-Marie Legendre.
Ernst Kummer.
No sería hasta 1995 cuando Andrew Wiles publicó la demostración definitiva del teorema, 358 años después de un viaje hacia las Tierras Invisibles de los Márgenes.


Sospecho que el proceso se repite y que las mejores cosas suceden muchas veces en los márgenes de nuestra Vida, mientras reecribimos una y otra vez la misma página.
Nos empeñamos en situaciones, en trabajos, en personas, en rutinas permutadas de comportamiento que, aún siendo estériles, nos las sabemos de memoria y, por tanto, son jodidamente cómodas.

Para compensar, nos permitimos cíclicamente la Llantera Ilusionante.
Pulsamos el mp3, revisamos fotos, y hacemos bandera de todos los podría haber sido con una horca de canciones tristes presionándonos la carótida.

Pero nada cambia.

No hay catarsis.
Tras la enésima declaración de principios lanzada al viento
el arcén selvático sigue su ninguneado curso,
feliz y ausente de toda pretensión urbanística
mientras aquí, en el asfalto bien peraltado, se juegan prórrogas de matrimonios, se edifican amistades agostadas, se cimentan terapias narcóticas y se adormece la duda.
Justo eso.
Adormecer la Duda.
Porque en los márgenes de tu Vida no hay nada seguro, nada aparentemente cierto, nada testadamente sólido, ninguna ecuación está despejada pero todo goza de la salubridad del hierbajo espontáneo. Esa brizna verde y eléctrica que no aspira a nada y que simplemente está.

Recuerdo que una de las primeras lecciones de Conformismo que aprendimos fue que los hierbajos, las malas hierbas, impedían el crecimiento de las otras plantas.
Esas otras se referían a las buenas. Esas buenas estaban asociadas a flores y frutas y estas, a su vez, a una suerte de bondad, belleza y sublimación de la expresión de la Vida, de las que los hierbajos estaban absolutamente desposeídos.
Las malas hierbas se debían arrancar para que las buenas plantas crecieran.
Las malas hierbas ni siquiera tenían nombre.
Eran una especie de tribu quadrophénica dispuesta a sembrar el caos fotosintético si un providencial ejército de camelias y rosas de té no se lo impedía.

Hoy, pocas cosas me resultan más hermosas como un campo de plantas y hierbas desbocadas.


Pero necesitamos el control y la terrible noticia es que habitamos un universo de geometría variable donde no hay carretera obligada ni mando finalmente útil.
El Camino mayúsculo y excluyente no existe.
Conviene que exista.
Pero no existe.
Esos instantes donde nos creemos perdidos no son tanto que se nos haya diluido la senda como que estemos más que nunca lastrados a ella y, por ende, desdibujados nosotros mismos.


No hay Una Ruta de baldosas amarillas.
No existe La dirección adecuada


                                                                                                                                  sólo musgo escondido,
deseando ser descubierto.


                                                                                                                                                                                                                                     

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